domingo, 20 de marzo de 2016

Los canteros, los refugiados y el ojo de la aguja.

Hay momentos en que todo se conjuga para que la cabeza piense en un volumen perceptible por la consciencia, y en esos momentos influyen también las circunstancias.
Estaba ayer oyendo, en la catedral de Almería, la misa de Santa Teresa de Haydn y entre la magnificencia del recinto, las luces y la música me puse a pensar en consciente. A visualizar entre los altos arcos los encofrados trabajosamente montados, las roldanas subiendo las piedras, el esfuerzo de hombres y útiles desplegado para hacer avanzar la obra… y la sangre, la sangre de obreros que inevitablemente y dado lo rústico de las herramientas y lo ambicioso de la obra se habrá derramado inevitablemente.
No hay obra humana que avance sin sangre, sea sangre roja, de venas, de cuerpos, o sea sangre gris de pensamientos, de ideas o ideales. Parece como si el avance de los humanos se cobrara en muerte, en sangres, la idea de la evolución, como si necesitara su ofrenda, su combustible, para mantener en marcha la extraña maquinaria que nos hace avanzar. Y es un combustible caro, aunque muchos lo utilicen para el propio beneficio en el sentido más ridículo y dañino del término, para el enriquecimiento más allá de la capacidad de gasto o disfrute.
Las guerras, esas herramientas que los poderosos usan para enriquecerse aún más, que usan para marcar nuevos territorios a los que explotar o afirmar los que ya tenían, para desalojar a las poblaciones que estorban o, simplemente, para jugar con el miedo de la gente y cambiar paz por derechos, son la plaga que el hombre a día de hoy ni se ha planteado erradicar.
Sufro, como cualquiera, con las imágenes que diariamente me sirven los programas de noticias de refugiados, de erradicados de la guerra que asola su país. Sufro no tanto por los muertos que me enseñan, y que son solo los que saben que más pueden conmoverme, si no por los vivos que todavía sufren sin esperanza alguna, sin capacidad de avanzar, sin posibilidad de retroceder, sin atisbo de solución, sin esperanza real de que su vida sea otra cosa que un estorbo para los acomodados, un incordio para los acogedores, un cebo para los cazadores de noticias, un sufrimiento para los que les rodean y una frustración para ellos.
Lo dije hace tiempo, lo repito: que inmensa miseria, que inconcebible sufrimiento o que mentira, puede obligar a una persona, no digamos a una familia, a desplazarse enfrentando toda clase de calamidades, de peligros, de desprecios y humillaciones, a una tierra en la que no les esperan más que calamidades, peligros, desprecios y humillaciones.
Me duelen los políticos que ponen trabas al amparo de esa riada de desesperados que llaman con su sangre, con su vida, a nuestras puertas, porque cometen un delito de lesa humanidad. Pero no me duelen menos aquellos que consideran, en realidad que proclaman porque es lo que suponen que queremos oír, que la solución es abrir de par en par las puertas sin preguntarse de donde va a salir el pan, el trabajo digno, el acogimiento espontaneo. ¿Cómo esperan que una sociedad castigada en sus propios refugiados, sin trabajo, sin recursos más que para malvivir, con una profunda crisis de valores inducida por sus propios políticos, por su propia formación, por sus propios rencores internos, pueda integrar a gentes aún más castigadas que ellos? ¿Cómo se puede pretender, así en general, a nivel masa humana, que el que ve pasar hambre a su familia esté dispuesto a compartir lo que no tiene con otro que tiene más hambre y viene a pedirle?¿En qué cabeza cabe? Recuerdo una anécdota que contaba mi abuela sobre la posguerra. Estaba comiendo un huevo frito y mi prima Estrella le dijo: “Tía Chelo, tú eres mi tía”. A lo que mi abuela, con hambre de monda de patata y cola de cartilla de racionamiento, le respondió: “Sí, pero tengo poco”
Porque el problema no es acogerlos, no es rechazarlos. Porque el problema no es dar, no es negar. El problema es tener. El problema es que no están donde deben, no están donde quieren, no están en el lugar al que pertenecen. Y no lo están porque no los dejan, no lo están porque son víctimas de intereses de los que los demás, en otra medida, también somos víctimas. Porque nosotros, en otro plano, de una forma menos cruenta, no somos menos ajenos a nuestro propio destino e intereses que ellos.
Hay que solucionar ya el problema de los refugiados, pero no con un planteamiento de salón. Hay que solucionar el problema de los refugiados pero no más, ni menos, que el de todos los parias del mundo. Hay que solucionar ya la tremenda injusticia, la inmensa inmoralidad que supone que haya personas en el mundo que ganan en un día el PIB de un país pobre. Hay que solucionar que el trabajo sea una mercancía, que la vivienda sea un lujo, que comer, que formarse, no pasar frío o tener agua corriente sea motivo de enriquecimiento para unos pocos. Si esto se soluciona empezará a no haber refugiados, empezará a escasear la gente dispuesta a morir para matar a otros, empezaremos a no tener la necesidad de defender lo propio de aquellos que ya poseen lo suyo.
Ya, claro que esto es una utopía. Claro, pero haciendo caso de una de las frases más oídas en el mayo del 68 -para los que no sepan de lo que hablo consultar mayo del 68 en la Wikipedia- “seamos realistas, pidamos lo imposible”, porque solo pidiendo lo imposible se puede mejorar lo posible, porque solo persiguiendo la perfección se puede alcanzar la belleza, porque solo persiguiendo la paz se puede alcanzar la convivencia.
Es un axioma que olvidamos con frecuencia, una verdad de Perogrullo, ama al prójimo como a ti mismo, o, por si alguien no lo pilla, para ayudar a los demás es conveniente tener la casa propia en orden, al menos adecentada, y la nuestra, hoy por hoy, como sociedad, como país, no está para recibir muchas visitas. O sea, lo que le decía mi abuela a mi prima: “Si, pero tengo poco”. Y el que tenga mucho ya sabe, lo del ojo de la aguja, y si puede ser de canto.

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