Hay momentos en que todo se
conjuga para que la cabeza piense en un volumen perceptible por la consciencia,
y en esos momentos influyen también las circunstancias.
Estaba ayer oyendo, en la
catedral de Almería, la misa de Santa Teresa de Haydn y entre la magnificencia
del recinto, las luces y la música me puse a pensar en consciente. A visualizar
entre los altos arcos los encofrados trabajosamente montados, las roldanas
subiendo las piedras, el esfuerzo de hombres y útiles desplegado para hacer
avanzar la obra… y la sangre, la sangre de obreros que inevitablemente y dado
lo rústico de las herramientas y lo ambicioso de la obra se habrá derramado inevitablemente.
No hay obra humana que avance sin
sangre, sea sangre roja, de venas, de cuerpos, o sea sangre gris de
pensamientos, de ideas o ideales. Parece como si el avance de los humanos se
cobrara en muerte, en sangres, la idea de la evolución, como si necesitara su
ofrenda, su combustible, para mantener en marcha la extraña maquinaria que nos
hace avanzar. Y es un combustible caro, aunque muchos lo utilicen para el
propio beneficio en el sentido más ridículo y dañino del término, para el
enriquecimiento más allá de la capacidad de gasto o disfrute.
Las guerras, esas herramientas
que los poderosos usan para enriquecerse aún más, que usan para marcar nuevos
territorios a los que explotar o afirmar los que ya tenían, para desalojar a
las poblaciones que estorban o, simplemente, para jugar con el miedo de la
gente y cambiar paz por derechos, son la plaga que el hombre a día de hoy ni se
ha planteado erradicar.
Sufro, como cualquiera, con las
imágenes que diariamente me sirven los programas de noticias de refugiados, de
erradicados de la guerra que asola su país. Sufro no tanto por los muertos que
me enseñan, y que son solo los que saben que más pueden conmoverme, si no por
los vivos que todavía sufren sin esperanza alguna, sin capacidad de avanzar,
sin posibilidad de retroceder, sin atisbo de solución, sin esperanza real de
que su vida sea otra cosa que un estorbo para los acomodados, un incordio para
los acogedores, un cebo para los cazadores de noticias, un sufrimiento para los
que les rodean y una frustración para ellos.
Lo dije hace tiempo, lo repito:
que inmensa miseria, que inconcebible sufrimiento o que mentira, puede obligar
a una persona, no digamos a una familia, a desplazarse enfrentando toda clase
de calamidades, de peligros, de desprecios y humillaciones, a una tierra en la
que no les esperan más que calamidades, peligros, desprecios y humillaciones.
Me duelen los políticos que ponen
trabas al amparo de esa riada de desesperados que llaman con su sangre, con su
vida, a nuestras puertas, porque cometen un delito de lesa humanidad. Pero no
me duelen menos aquellos que consideran, en realidad que proclaman porque es lo
que suponen que queremos oír, que la solución es abrir de par en par las
puertas sin preguntarse de donde va a salir el pan, el trabajo digno, el
acogimiento espontaneo. ¿Cómo esperan que una sociedad castigada en sus propios
refugiados, sin trabajo, sin recursos más que para malvivir, con una profunda
crisis de valores inducida por sus propios políticos, por su propia formación,
por sus propios rencores internos, pueda integrar a gentes aún más castigadas
que ellos? ¿Cómo se puede pretender, así en general, a nivel masa humana, que
el que ve pasar hambre a su familia esté dispuesto a compartir lo que no tiene
con otro que tiene más hambre y viene a pedirle?¿En qué cabeza cabe? Recuerdo
una anécdota que contaba mi abuela sobre la posguerra. Estaba comiendo un huevo
frito y mi prima Estrella le dijo: “Tía Chelo, tú eres mi tía”. A lo que mi
abuela, con hambre de monda de patata y cola de cartilla de racionamiento, le
respondió: “Sí, pero tengo poco”
Porque el problema no es
acogerlos, no es rechazarlos. Porque el problema no es dar, no es negar. El
problema es tener. El problema es que no están donde deben, no están donde
quieren, no están en el lugar al que pertenecen. Y no lo están porque no los
dejan, no lo están porque son víctimas de intereses de los
que los demás, en otra medida, también somos víctimas. Porque nosotros, en otro
plano, de una forma menos cruenta, no somos menos ajenos a nuestro propio
destino e intereses que ellos.
Hay que solucionar ya el problema
de los refugiados, pero no con un planteamiento de salón. Hay que solucionar el
problema de los refugiados pero no más, ni menos, que el de todos los parias
del mundo. Hay que solucionar ya la tremenda injusticia, la inmensa inmoralidad
que supone que haya personas en el mundo que ganan en un día el PIB de un país
pobre. Hay que solucionar que el trabajo sea una mercancía, que la vivienda sea
un lujo, que comer, que formarse, no pasar frío o tener agua corriente sea
motivo de enriquecimiento para unos pocos. Si esto se soluciona empezará a no
haber refugiados, empezará a escasear la gente dispuesta a morir para matar a
otros, empezaremos a no tener la necesidad de defender lo propio de aquellos
que ya poseen lo suyo.
Ya, claro que esto es una utopía.
Claro, pero haciendo caso de una de las frases más oídas en el mayo del 68 -para
los que no sepan de lo que hablo consultar mayo del 68 en la Wikipedia- “seamos
realistas, pidamos lo imposible”, porque solo pidiendo lo imposible se puede
mejorar lo posible, porque solo persiguiendo la perfección se puede alcanzar la
belleza, porque solo persiguiendo la paz se puede alcanzar la convivencia.
Es un axioma que olvidamos con
frecuencia, una verdad de Perogrullo, ama al prójimo como a ti mismo, o, por si
alguien no lo pilla, para ayudar a los demás es conveniente tener la casa
propia en orden, al menos adecentada, y la nuestra, hoy por hoy, como sociedad,
como país, no está para recibir muchas visitas. O sea, lo que le decía mi abuela
a mi prima: “Si, pero tengo poco”. Y el que tenga mucho ya sabe, lo del ojo de
la aguja, y si puede ser de canto.
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